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domingo, 23 de noviembre de 2008

Realismo mágico en Madrid


Todos tenemos “nuestra ciudad”, que no es en la que hemos nacido -a esa le dedicamos un amor filial, sin competencia-, me refiero a una ciudad a la que amamos con pasión, en mi caso ésta es París. Sin embargo, ¿quién, por enamorado que esté, no recuerda entre las brumas de su pasado aventuras con “otras” (otros) que le acompañarán hasta el final? Eso mismo pasa con las ciudades, y entre mis “otras” urbes –Lisboa, Moscú, La Haya, Calcuta, Barcelona, Katmandú, Berlín, …- una que ocupa un puesto principal es, sin duda alguna, Madrid.

Recientemente, paseaba solo, tal vez acompañado por una idea materializada, por las calles de la Villa y Corte, recordando días de estudio, noches toledanas –no me he cambiado de ciudad, no…-, casualmente hospedado en un hotel de alguien con quien charlé en el legendario Archy, noches donde te ilusionabas por pasar unas de horas en el “Cielo de Pachá” –me hago viejo, ahora tuerzo el gesto al recordarlo-, noches…

Decidí entrar a tomar una copa, precisaba media hora de ambiente canalla, envuelto en nubes de humo, donde nadie se fijara en ese tipo que fumaba su cigarro al ritmo de la Fitzgerald. Y allí estaba, como siempre, navegando en los mares del tiempo, el Jazz Madrid.

Una vez más fue una noche mágica, noche de ritmos que encuentran su orden en la anarquía, noche en la que se reencuentra la alquímica combinación perfecta de humores etílicos y vapores de Vuelta Abajo, noche que solo ocurre en tu cabeza, porque ¿cómo, si no, todo transcurre según tus deseos?

Pero acabó la noche. Como todo, todo acaba. Y llegó la madrugada y, poco después, la fabril actividad de una mañana cualquiera. Las mañanas que siguen a las noches especiales suelen ser crudas. Y esta lo era, fría y ornada con las primeras nieblas.

Afortunadamente encontré enseguida un taxi que me condujera a Atocha. No tan afortunadamente, la verborrea de su conductor era incontenible, ¿cuántos lustros llevaría ese hombre conduciendo y hablando sin parar?. Me preguntó por mi noche en la capital y, por mera cortesía, le respondí que fui a tomar un par de copas. ¿Dónde?, insistió… “ A un club de Jazz”. No remitía en su empeño de conocer mi vida antes de devolverme la maleta, “¿sí?, ¿cual?”, “al Jazz Madrid”. Vaya, surtió efecto, finalmente había callado.

Un par de minutos después, cuando tenía la impresión de que el camino que tomaba no era el más directo, me dirigió una mirada en escorzo y comentó “¿el señor –había pasado del tuteo a un tratamiento guasón- no encontró algo ruinoso el Jazz Madrid?”. Había ralentizado el paso y en la esquina, entre carteles que se superponían con mil motivos a cual más banal, con el tono oscurecido que confiere una puerta cerrada hace varios años, un viejo letrero rezaba “Jazz Madrid”.

Me callé, no tenía ningún interés por seguir la conversación. A veces se nace y muere en un lugar y no se es capaz de reconocer su esencia. Madrid, como Sintra, Katmandú o Pashupatinah tiene magia, pero como decía Heráclito, malos testigos son los ojos y los oídos, para quien tiene alma de bárbaro.

Sólo una cosa me preocupaba, ciertamente los frutos secos que me pusieron la pasada noche junto a mis gin tonics estaban algo rancios. Comencé a sentirme mal.

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