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domingo, 24 de agosto de 2008

La fama cuesta


Dicen que el tiempo es estadísticamente el tema más recurrente en las conversaciones de ascensor. Posiblemente sea así, aunque también es cierto que deja en entredicho la originalidad del interlocutor que nos interpela con el típico “vaya diíta que hace...”. Tal vez diluvie, pero a nosotros nos encante la lluvia, alabe el buen tiempo y nos derritamos de calor o el cierzo sople con furia y a nosotros, tras un mes fuera de nuestra tierra, nos resulte acogedor. Pero la frase recurrente ahí estaba...

Y es que estamos en una época en la que las frases recurrentes, los tópicos sin sentido y la falta de talento cotizan al alza. No hace mucho, desde instancias episcopales se achacaba esta epidemia a la “relativización” masiva que está sufriendo la sociedad. Siempre es atrevido enmendar a alguien sin duda más docto, pero tal vez relativizar no sea tan terrible, permite tomar distancia, tratar de ponderar en su justa medida, siempre y cuando no se convierta en una adoración de la ley del “todo vale”, en un refugio de ignorancia.

Y es que comienza a ser el signo de nuestros tiempos el que escuchemos con ahínco la voz del que más grita o del que más alto ha llegado, sin valorar los méritos que han hecho para ganar nuestra atención. Tal vez una determinada posición otorgue derecho –extraña circunstancia...- para mandar callar a otros, pero nunca investirá de razón y la existencia de un corifeo de aduladores tampoco confiere esa dignidad. Vivimos tiempos en los que un cantante mediocre –alias “el rey del pollo frito”- se erige en referencia sociológica, en los que se llama artistas a coristas y comediantes (con todo el respeto, Leonardo se borraría...), en los que se dice vivir en la “cultura del todo a cien” o de lo “cool” –según nuestra estupidez sea o no de diseño- y existe una “filosofía de la prensa rosa” –que crea cual factoría: famosos, famosillos y monicacos de usar y tirar-.

Seguro que reconocen También estos rasgos dentro de su entorno empresarial. ¿No? Pues siéntese un minuto y piense: ¿cuánto hace que alguien quiso explicarle una teoría –de oídas, claro- que él mismo desconocía?, ¿Cuánto que alguien fue a utilizar una palabra recién aprendida y, como decimos ahora, “se columpió”?, ¿Cuánto que le llegan a su despacho curricula de plastilina?, ¿Cuánto que algunos trabajadores comienzan a pontificar sobre su modelo de gestión cinco minutos antes de cumplir las ocho horas de rigor y con la chaqueta puesta?

Decía Lidia, la guapa profesora de danza de una clásica serie de televisión, “queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor”. Desde luego que, la que algo vale, cuesta; como la capacitación empresarial, directiva, técnica o cultural. Pero entre tanto adepto a dibujar la gráfica de la curva antes que sus ejes, a veces, solo a veces, parece que no merezca la pena...

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