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domingo, 21 de septiembre de 2008

A Woody Allen se le ha olvidado como es la vida


Eso pienso. Si es que en algún momento, alejado de los divanes del psicoanalista, se enteró de que hay vida después de Manhattan.

Ayer ví su última película. Como todo en esta sociedad, vaga y relativista, es cuestión de gustos. El mío: muy mala. Malo el argumento, pésimo el conocimiento de la sociedad española –y va de europeo adoptivo-, horrendo el narrador “estilo películas de Paco Martínez Soria, años sesenta”, hiriente la música. Convierte a Scarlett Johansson en un prototipo de la vulgaridad; a Bardem, de quien hasta ahora pensaba, y de momento lo seguiré haciendo, que era un excelente actor -a pesar de que a título personal me transmite una identidad prepotente y no mucho más lúcida que la del vituperado Stallone- en un tópico con patas; Pe se salva un poco, no mucho, algo…

Y de vuelta a casa. Sirenas, luces azules y naranjas, reduzco la velocidad, los neumáticos hacen crepitar cristales. Junto a mí pasa alguien en camilla, pálido como si jamás fuera a recobrar el color, con los ojos completamente amoratados. Otra persona está tendida en el suelo. Parece muy grave. Cuando dentro de unas horas abra la puerta y recoja somnoliento el periódico, su nombre estará escrito; con iniciales o completo…

Contrasentido. Una película en la que parece que a todos se les ha olvidado como es la vida y luego un puto accidente que tal vez, esperemos que esta vez sea solo tal vez, deja la vida de alguien a las 00’30 de un sábado cualquiera, grabada en un bordillo.

Recuerdo hace una semana. Tocaba a su fin la Expo Internacional de Zaragoza y yo tomaba una Modelo –cerveza- y unos nachos con guacamole, obviamente en el bar de México. Todavía quedábamos clientes, pero era igual, la fiesta reventaba, la alegría por el fin de un trabajo bien hecho hacía estallar las costuras del local, la mayoría con un cheque vital casi en blanco... Era contagioso. La bebida volaba, la conga compuesta por el personal que allí trabajaba y los que se acercaban de otros pabellones era un arco iris de razas –habrá a quien le ofenda, pero yo sería incapaz de volver a esas ciudades de la España de los setenta, incluso ochenta, monocromáticas, donde todos éramos castaños y de tez más o menos morena…-. Solo había una alternativa: unirme a ellos o sonreír y hacer mutis por el foro. Me apetecía la primera, obviamente opté por la segunda.

¿Cuánto hace que no he experimentado en primera persona esas sensaciones? Creo que demasiado… Si llegan, ¿sabré distinguirlas de una fantasía?

Tres pinceladas de vida: la del que la caricaturiza hasta olvidarse de su esencia, la del que la niega en un miserable stop saltado –con o sin alcohol en la sangre, no minora la sinrazón- y los que gozan el momento de plenitud, ajenos a que esos instantes suelen ser escasos. Tres instantes. Tres reflejos. Tres carambolas de lo que llamamos vida.

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