Casi cuatro meses sin asomarme a éste, vuestro blog. Demasiado si se quiere establecer una línea de comunicación con el exterior, excesivo plazo para con quien te permite expresar tus locuras y aún las lee…
Por eso me siento obligado a disculparme, cuando menos a explicarme. Ha sido época de grandes cambios en mi vida, o en mis vidas. En la personal, gigantescos. En la profesional, muy notables. En la individual, radicales.
Eso me ha impedido en parte asomarme a esta ventana a veces melancólica, en ocasiones psicodélica, pero siempre –intentaba- epicúrea. Pero además, ¿de que hablar? Cuando todo en tu entorno es nuevo, radiante, agotador, aterrador, portador de renovadísimas ilusiones… ¿qué escribir?
Pensé hacerlo sobre la guinda que colocaron en el monumento más feo de mi ciudad, un despropósito que pretende evocar los tres poderes del estado (¿sólo?) mediante otros tantos gigantescos colmillos abollados y mal pulidos, al que robaron alguna letra en alto relieve y que, para colmo de males, se vió culminado con una brújula y un timón que, siendo como somos ciudad de interior y poco marina –con permiso del amigo Guinda que escribiera en un momento de brillantez, no sé si etílica o sobria, Zaragoza Marina-, solo podía significar la pérdida de rumbo de quienes la dirigen y la están maltratando hasta convertirla en una de las más incómodas ciudades que ha sido a lo largo de sus más de dos mil años de existencia, ahí es nada… Por cierto, esa última aportación, carga publicitaria incluída, ha desaparecido felizmente.
También estuve a punto de escribir sobre los “bobos sostenibles” –con todo el cariño, que a alguno de ellos lo aprecio bien-, que han recibido con aplauso de orejas y pantalones de traje remangados los carriles-bici que, semivacíos –esto no ha sido, es, ni será jamás, Amsterdam; para bien o para mal…- colapsan la ciudad un poco más. A cambio, tal vez reciban las migajas del “régimen”…
Pero, no me merecía la pena dejar de vivir cinco minutos; no, eso no…
Finalmente, decidí que mi rentrée sería para hablar de “estas Navidades maravillosas”. Sí, todo el mundo me anunciaba a bombo y platillo lo maravillosas que iban a ser este año. La edad de mis vastaguitos, de los pequeños cachorros de yo, así lo hacía presagiar. Y es que mis dos hijos, debería decir uno y medio todavía, pues mientras el primero, al borde de los cuatro años, se mira en mí –algún día me lo reclamará, lo sé…- y solo salta de mis brazos para imitarme –quiere sus gafas de sol, su reloj que aún no sabe leer, etc.- o para ir junto al primero que le mima (el muy traidor!), pero acaba colmándome de satisfacción –ayer, algún que otro lustro más precoz que su padre, me sorprendió dando su primer “piquito” a una prometedora rubilla, y es que –y soy tan imparcial como el Tribunal Constitucional- tiene un estilazo… Por el contrario, el pequeñín sigue siendo coto vedado de su mami, solo aceptando mis acercamientos cuando me humillo perrunamente –de forma literal, pues solo me permite jugar con él tras un par de ladridos y lanzándome, entre patadas, risas y manotazos, a morder su barriguilla-. No es problema, tiempo al tiempo, está condenado a venir a mi… Le gusta el fútbol, le apasiona la música clásica y se adivina en él un gourmet de altura. Lo dicho, me sentaré a esperar…
Pero… ¿Navidades maravillosas? ¡Qué diablos! Ahora que acaban… mi vida diaria sí que lo es… Cuando llego de trabajar, ahora que hago lo que me gusta (como empiecen a pagarme a cambio, ¡ya será la leche!) y escucho un “papiiii!!!” y una carrera, en ocasiones dos, por el pasillo… Un día entero esperando ese momento.
Por el contrario, estos días, son saturación de todo. Especialmente de las familias, la política –por algo se llamará así, ¿no?- y la natural, compitiendo en malcriarlos, indisciplinarlos –aún más…-, mutilar el espacio del hogar a base de plástico en forma de juguetes y en cantidades industriales y, lo que es infinitamente peor, pretendiendo privarme/privarnos de esos momentos únicos de intimidad con mis/nuestros pequeñuelos… “¿También nosotros tenemos derecho a disfrutar de ellos, ¿no?”. Pues… ¡no, no y no!. ¿Soy egoísta? Puede. ¿Y qué?
Pero todo acaba, también las Navidades. Con las cervicales machacadas con esa pérfida puntilla que es la Cabalgata de Reyes, sobreviviendo a golpe de Fastum… Pero pensando en lo realmente maravilloso de estas fiestas, y es que queda todo un año, ¡sí, un año completo!, para disfrutar de mi vida cotidiana, que, si me gusta, ¿para qué alterarla?
Os deseo un 2010 lleno de cotidianeidad, si es que ésta es de vuestro gusto; o de cambios, pero siempre que sea lo que deseéis… Yo, por mi parte, cambios he tenido suficientes en el 09, así que procuraré reposar y consolidar.
¡Que seáis felices! Yo pienso serlo...